Por Ricardo Gandolfo Cortés
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Abogado experto en contratación pública
El miércoles 27 de julio el Poder Ejecutivo envió al Congreso de la República el Proyecto de Ley 2736/2022-PE con el que propone modificar la Ley de Arbitraje promulgada mediante Decreto Legislativo 1071, la Ley 30225 de Contrataciones del Estado, la Ley 27584 del Proceso Contencioso Administrativo y la Ley 26702 del Sistema Financiero y de Seguros. Según se refiere en el oficio de remisión 245-2022-PR, el objeto de la iniciativa es garantizar la adecuada ejecución de las obras públicas, así como, según su primer artículo, regular el otorgamiento de medidas cautelares cuando el Estado sea parte en los procesos arbitrales y la declaración de abandono en los arbitrajes ad hoc sin tribunal constituido. Lo más grave es que también habilita la competencia del Poder Judicial para resolver las controversias derivadas de los procedimientos de selección de obras o de ejecución de obras públicas, a través de un proceso que el documento califica eufemísticamente como idóneo y célere.
Los autores del texto probablemente desconocen que hasta hace veinticinco años este tipo de discrepancias podían ventilarse tanto en la vía judicial como en la vía arbitral, según lo que se hubiere establecido en el respectivo contrato en el que lamentablemente siempre se optaba por la judicatura en desmedro de la justicia privada. Ningún funcionario público se atrevía a poner en riesgo su continuidad en el servicio aceptando alguna propuesta para incluir en los contratos que suscribían con sus proveedores una cláusula de resolución de conflictos en una vía distinta a aquella en la que el Poder Judicial era su última instancia.
Solo se insertaba una cláusula de solución de controversias mediante arbitraje en aquellos contratos financiados con créditos procedentes del exterior cuyos convenios así lo exigían como condición para que el préstamo sea aprobado. El asunto era simple: si no había arbitraje, no había desembolsos y por tanto no había proyectos.
La diferencia era notoria. Mientras que los litigios derivados de esta clase de contratos, con cláusulas arbitrales, se solucionaban de manera rápida, eficaz y especializada, aquellos otros litigios derivados de contratos que se financiaban con fondos del tesoro se solucionaban, según la frase conocida, tarde, mal o nunca. En tales circunstancias, quien tenía que reclamar, con frecuencia, una vez agotada la vía administrativa, se abstenía de escalar su impugnación hacia los vericuetos del Palacio de Justicia para no perder tiempo, dinero y esperanzas en procesos que se extendían en forma ilimitada como por desgracia hasta ahora se extienden inexplicablemente durante mucho tiempo básicamente por la frondosa carga procesal que desde hace varios años agobia al Poder Judicial.
En 1997, con ocasión de la promulgación de la primera Ley 26850 de Contrataciones y Adquisiciones del Estado, así denominada inicialmente, cuyo proyecto yo elaboré, aunque no le elegí ese nombre reiterativo que nunca me gustó. Más me gusta –dicho sea de paso– el nombre actual que apocopó la denominación de origen aunque debo confesar, y esto es lo más importante, mi pesar por el desarrollo legislativo que ha experimentado la norma y que no ha sido mayormente de mi agrado porque con el paso de los años se ha burocratizado la contratación pública en lugar de simplificarse y se le han ido quitando competencias a la justicia arbitral en lugar de ampliárselas que es lo que corresponde para precisamente aligerar los proyectos, dinamizar las inversiones y destrabar las obras. La esencia perdura y hay que celebrarlo, pero los riesgos persisten y se incrementan y eso hay que combatirlo.
Desde 1998, año en que entró en vigencia la unificación legislativa en materia de contratación pública, las desavenencias se someten a conciliación, arbitraje y más recientemente a Junta de Resolución de Disputas. Si se aprueba, como plantea el proyecto del Ejecutivo, que las entidades decidan, al elaborar las bases de sus procedimientos de selección, si las controversias que surjan de los contratos sometidos a su imperio se resolverán en el Poder Judicial o mediante conciliación o arbitraje, es evidente que se retrocederá todo lo avanzado y se volverá a 1997 y el país entrará en un nuevo colapso, porque los proyectos se paralizarán inexorablemente como consecuencia de las reclamaciones que se trasladen a los pasillos judiciales, porque los inversionistas no encontrarán las garantías necesarias para arriesgar su dinero y porque se creará una discriminación inconstitucional entre el contratista extranjero que se encuentre protegido por un tratado de libre comercio que le asegura una solución arbitral y el proveedor nacional que no se encuentra protegido y que deberá dirimir sus conflictos a través de una solución judicial.
No solo eso. El proyecto tiene una tangente que no se ha advertido hasta ahora. Va a fomentar la paralización de mayores obras y lo que es peor, va a propiciar mayores actos de corrupción. Al aparecer las diferencias entre entidades y contratistas, cuando no puedan superarlas en trato directo, se irán a la vía administrativa, que resucitará con una nueva carga procesal, y agotada ésta tendrán expedita la vía judicial a la que sin embargo nadie querrá acudir porque desafortunadamente allí todos pierden, hasta el que al final gana, porque cuando gana con frecuencia ya ni siquiera existe la parte contra la que ha litigado porque ha quebrado o ha desaparecido y a menudo ya no hay nadie que le pueda pagar al acreedor lo que se le debe.
En la espera se quedan sin terminar las construcciones, como se puede comprobar en el sector privado con algunos edificios en pleito eterno, cuyos carteles advierten a los interesados que no están en venta, y sin avanzar las obras de infraestructura porque sus contratistas se quedan sin liquidez como sucedía antes de 1998. Para evitar ese drama surgirán súbitamente los servidores o los agentes de alguien que a cambio de un honorario no facturable incrementarán ilegalmente sus ingresos para que los contratos puedan continuar sin detenerse, aunque fuese castigando en alguna medida la expectativa de la utilidad del proveedor. El remedio como siempre en estos asuntos será peor que la enfermedad.